La génesis del cristianismo está construida sobre una leyenda heroica de persecución y violencia. En la Roma Imperial, sus seguidores fueron una minoría clandestina que se destacó por su radicalismo vital: desarraigo voluntario de la vida familiar y abandono de los bienes para retirarse al desierto; espectaculares muertes en el anfiteatro en defensa de su fe; defensa a ultranza del ideal de la castidad. Cuando, quince siglos después, el cristianismo se había consolidado como una religión oficial y excluyente, la Iglesia alentó esas formas primitivas de automarginación como un ideal cristiano que deseaba restaurar. Ascetismo, martirio y virginidad serán elementos esenciales de la moral eclesiástica de la España moderna y cobrarán, a instancias de las reformas de Trento, un nuevo auge, decisivo en la construcción de la ortodoxia y la catolicidad modernas, que el arte recogerá con insistencia.
Sin embargo, el espíritu de radicalismo religioso con el que se practica esta fuga mundi, desde abajo, fruto del evangelismo humanista que emerge con la modernidad, pone en guardia a la Corona y a la Iglesia oficial, alarmadas por su resistencia a la obediencia oficial y su proximidad a la herejía.
Los movimientos místicos de quietistas, alumbrados o dejados que proclamaban el exilio interior y la abolición de la voluntad, los ermitaños que practican el retiro con un extremismo sospechoso, los reformadores radicales y grandes creadores literarios, como Juan de la Cruz y Teresa de Ávila, o los místicos y visionarios cuyas pasiones quedan fuera de todo control y cuya fuerza llega hasta nosotros, serán motivo de sospecha, persecución, prisión y procesos inquisitoriales. Es más, en numerosos estatutos urbanos, frailes mendicantes y eremitas son considerados vagabundos, al estar obligados a practicar la mendicidad para subsistir.
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